LA CIUDAD DUERME, PERO LA SALA DE EMERGENCIAS DEL HOSPITAL ISIDRO AYORA SIGUE DESPIERTA
- Luis Paredes
- 6 ago 2015
- 6 Min. de lectura

Casos, rostros e internos conforman cada día la historia particular de la sala de emergencias, un lugar donde cita entre la vida y la muerte se reproduce a diario, en el cual la distancia entre una y otra puede ser sólo cuestión de minutos.
Es martes y las manecillas de los relojes marcan las nueve de la noche, colgados en las paredes de color celeste que son testigos del sufrimiento y también de la alegría de haber salvado una vida. Esas son las paredes del Hospital Isidro Ayora de Loja, donde transitan presurosas las batas blancas, el uniforme de los médicos, enfermeros y trabajadores de la salud, guerreros urbanos cotidianos que todas las noches se colman de un poder arcano para salvar una vida.
Un grifo que gotea marca el compás casi fúnebre de la noche. Una ambulancia de la Red 911 de la Alcaldía espera en el parqueo para salir ante cualquier urgencia. Las teclas de los computadores bailan al son del mar de dedos que se les viene encima a aquellas mujeres que atienden con alegría a docenas necesitados. Cada noche, todo un mundo abre sus puertas ante los pacientes que necesiten de atención.
Augusto Paredes, jefe de la unidad de emergencias, está de turno. Sus ojos en los cuales las venas resaltan, revelan la falta de sueño. Una mueca de incredulidad cubre su rostro. El ir y venir de historias es constante; él despacha órdenes con seguridad. El médico se encuentra en un rincón del hospital que muestra siempre su propia inercia.

Tres médicos dirigen al equipo cada día, revela Paredes. Un cirujano, un internista y un traumatólogo. El grupo lo completan los médicos residentes, un neurocirujano, que igual hace guardia aunque desde su casa, y por último los internos. Estos últimos trabajan hasta nueve días seguidos y se deslizan por la sala, repleta de pacientes, como si fueran zombis.
Instantes de una noche
Los cubículos en los cuales se atiende a los pacientes son como pequeños escenarios donde se condensan los instantes que dan vida a la unidad del hospital, en continuo movimiento. Por momentos, ninguno está vacío. En el primero, cerca de las once de la noche, un borrachito duerme plácidamente con la ayuda de un suero que le ha devuelto el color a sus mejillas. El segundo y el tercero, aún sin personas, aparecen cortinas descubiertas. En el cuarto, un hombre con traumatismos en las muñecas, quien confiesa ser del interior de la provincia, aguarda sumiso en una camilla a que le coloquen la mano en su sitio. En el último cubículo se ve a un joven con la cara inflamada. Se durmió con varias copas de más y fue atacado por guardias privados en una zona peligrosa de la ciudad.

Cerca de la media noche, el primero en desfilar hacia la calle es el muchacho. No tiene dinero y promete volver al día siguiente. "La mayor parte no regresa", dice y lamenta el doctor Augusto. Ese es el particular infierno de la sala de emergencias, pues los médicos se sienten impotentes cuando los pacientes no tienen con qué cancelar los gastos y sólo pueden autorizar pagos diferidos en los casos más graves, los que se debaten entre la vida y la muerte.
Pese a todo, los insumos no son caros. "Un suero cuesta entre uno y tres dólares”, dice María del Cisne, más conocida como la ‘trica tranca’. “Cada vez que estoy de turno llegan, de promedio, tres casos de intoxicación, tres de apuñalamiento, tres traumatismos y así sucesivamente. Atraigo ambulancias (ríe)”.
Dicho y hecho. Pasada la media noche se asoma por la puerta el segundo apuñalado de la noche. Es una mujer y los doctores la rodean de inmediato. Tiene en el vientre adolorido, sangre todavía fresca y luego de un examen de unos minutos la derivan a otro hospital, pues dispone de un seguro privado. "De todos estos casos, así como de los intentos de suicidio, emitimos el parte correspondiente para las fuerzas del orden", dice la médica.
Una vez que se ha ido la ambulancia, y con ella el ruido de la sirena, la calma retorna, pero apenas dura un cuarto de hora. Sin embargo para quienes trabajan en el hospital no hay descanso, se revisan expedientes, exámenes, citas…
La eterna espera
Afuera, cerca de la una de la mañana el frío vela armas. Familiares de los accidentados, a veces descalzos, mujeres de pollera con bebés en las espaldas y niños tratan de descansar en los largos bancos azules de la sala de espera. Sobre sus cabezas, un buzón de sugerencias se alza vacío. Cerca, un trasnochado policía lucha contra el sueño y cabecea. La desvelada acaba de comenzar. Y las frazadas sirven de consuelo para personas cuyas esperanzas, a menudo, se congelan.
Son ya las dos de la mañana. El ronroneo de las teclas de los computadores mantiene despiertos a los internos. “Yo como únicamente cuando me acuerdo”, reconoce una joven médica. “Cuando no hay nada que hacer, una taza de café ayuda a retrasar el sueño”. Una televisión está encendida, aunque parece que nadie le presta atención. Y varios cuartos con camas aguardan para permitir el descanso, por turno, de los médicos. Los enfermos más graves, entre tanto, duermen en salas aparte, siempre vigilados.
A las dos y media de la mañana, Augusto Paredes observa sin mucha atención una película en uno de los canales locales y una bocanada de aire helado anuncia la llegada de una nueva urgencia.
Se trata de un vagabundo que todavía está "volando". Sus rodillas lucen magulladas. Pese a su apariencia de adolescente, confiesa que tiene 21 años. Y da su alias antes que su nombre, Eduardo. Ha sido levemente atropellado al sur de la ciudad y un par de buenos samaritanos lo han recogido, lo han traído y han pagado sus radiografías. Sin embargo, Eduardo se niega a ser atendido. Primero conversa con policías. Luego, con los doctores. Y termina saliendo del hospital apenas sosteniéndose. "Va a volver", dice Augusto, pero lo cierto es que se pierde en la gran maraña negra de las calles.

Un trasiego constante
En el primer cubículo el borrachito retoza unos segundos y sigue durmiendo. En el tres acaban de internar a una mujer con el brazo cortado a causa de una farra. Le acompaña una comitiva de jóvenes, a quienes el efecto del alcohol pareciera que les ha pasado de repente. En el dos, un quejido sordo ahoga el resto de las conversaciones y lamentos. Es una mujer que vino con un mal en la vesícula y se marcha porque no le alcanza para las pruebas. En el cuarto, yace una mujer a la que un muro de adobe se le cayó encima. Y en el quinto, un muchacho escuálido, con tos tosca y cerrada, estira su cuerpo en una camilla con síntomas de padecer una bronquitis.
Cada uno llega al Hospital Isidro Ayora como puede. Unos lo hacen en ambulancia. Otros, en taxi. Y también hay los que llegan en bus cuando aún es temprano. Y en sólo instantes puede producirse el milagro de la vuelta a la vida o el peregrinaje eterno hacia la muerte. “Todo depende de las condiciones en las que uno se encuentre. A veces, son apenas unos minutos los que marcan la diferencia entre la vida y la muerte”, reconoce el galeno. Los días que mayor número de pacientes reciben son los viernes, sábados y domingos.
Cuando el reloj marca las tres de la mañana, un hombre de traje y corbata abandona el hospital. Le sigue el que parece su asistente, quien usa unos guantes negros y un traje de buena percha. “Antes, el centro se caracterizaba por ser el hospital de la gente pobre; pero ahora, con la crisis, vienen personas de toda condición”.
Ni por ser jueves hay tregua. Pasadas las dos de la mañana, un grupo de cuatro policías; todos de negro, ingresa a la sala de emergencias. Vinieron por lo del caso de apuñalamiento, pero a falta de la paciente lo que están haciendo es tomar los datos de dos intoxicados, pues se trata de claros intentos de suicidio.
Tras la inesperada visita, el silencio se adueña casi completamente de la sala. Son casi las cuatro treinta y la mayor parte de los médicos duerme. El borrachito despierta de su letargo; pide permiso, se acomoda en una camilla en el suelo, se cubre con una frazada y duerme. Su rostro es parte de los 50 latidos, de las 50 vidas, que cada día como media se encomiendan a los doctores en el Isidro Ayora, a unos médicos cuyas caras también cambian cada jornada.
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